lunes, enero 31, 2005

(crítica) Eva Yerbabuena rinde Manhattan con una siembra de peinetas

ALFONSO ARMADA CORRESPONSAL/


NUEVA YORK. Vinieron los cantaores solos, de uno en uno, regresando en medio de la noche de las faenas del campo, bajo la luz cenital de los luceros. Las voces de Pepe de Pura, Enrique Soto y Rafael Utrera trazaron el surco por el que Eva Yerbabuena entró: antítesis de Bernarda Alba, y sin embargo su hija, una Bernarda de lirio, y de pena que sólo se quita bebiendo hasta las heces el baile de los gitanos, el azabache de Compostela, la tierra dura que tanto niega y la cama oscura donde las caderas ritman el mar: nupcial y trágico. Tiene Eva Yerbabuena estampa de diosa antigua y pies ligeros, que cuando martillan no abruman, clavan el drama con exactitud de carpintero que ama su oficio, y no alardea. Cuando suelta el martillo, las manos vuelan haciendo figuras de filigrana, se dobla para rozar el arrozal y, no siendo gitana, la forma en que implica la pierna entera, desplaza la cola con el solo artificio de un talón que envidiaría Aquiles, es de gitana estirpe.